Personaje 1
Tenía la voz desgastada, hueca, como si arrastrase una pulmonía eterna. Me atreví a abrir la puerta y vi a un anciano encogido sobre su silla de ruedas metálica. El pelo recio y blanco, los pómulos pronunciados sobre la calavera de un rostro que un día fue afable y ahora estaba consumido por la edad. Mantenía el color tostado de los que han trabajado siempre en el campo, pero iba vestido con un incongruente traje de chaqueta y una corbata, como si esperase visita o fuese el invitado de honor de algún evento municipal.
Personaje 2
Era Mario Santos, mano derecha del director de El Correo Vitoriano y reconozco que uno de los periodistas con quien más afinidad tenía. Nos dimos un apretón de manos, sonreí. Era lo más parecido a tener un amigo periodista. Era discreto y sus crónicas estaban siempre bien escritas. Elegante con la pluma, pero sobre todo elegante de actitud. Jamás sacaba nada de quicio, disimulaba mis salidas de tono cuando podría hacer sangre con ellas y buscar polémica en las ruedas de prensa. Me había demostrado en un par de ocasiones que el off the record sí que existía con él, para mi alivio. A lo largo de los años le había ido tomando aprecio, y pese a que tenía unos pocos agostos más que yo, de vez en cuando nos encontrábamos por el centro y tomábamos un café en El Pregón o en el 4 Azules para charlar de todo y de nada, es decir: del último partido del Baskonia o de las obras del nuevo centro cívico, sin darnos demasiados detalles de nuestras vidas privadas. Era mi hombre de la prensa.
Eva García Sáenz de Urturi, El silencio de la ciudad blanca